La publicidad sale aparentemente de los radares cuando se trata de ejercitar nuestro “pensamiento crítico”
pero el debate se anima cuando se trata de la influencia de la tecnología digital, que vive de ella. Lo cual supone un punto problemático. Para reflexionar sobre él, podemos partir de lo que ocurre cuando algo evidente desaparece sin que seamos conscientes de ello inmediatamente.
He aquí un ejemplo relacionado directamente con el tema que nos ocupa.
Hace apenas unos años, el viajero que desembarcaba en La Habana por primera vez podía experimentar una extraña sensación de ausencia. Evidentemente, el paisaje urbano no se parecía a nada que pudiera haber conocido, y no solo porque, entre los pocos automóviles que circulaban, muchos eran coches estadounidenses remendados y tuneados que tenían al menos medio siglo. Hasta que se imponía la comprensión de esta impresión de un mundo extraño en el que algo, pero ¿qué?, estaba ausente: no había publicidad en las paredes, ni en los escaparates de las tiendas, ni en las calles.
Lo extraño hoy, y no solo en Cuba, es otra forma de desaparición de la publicidad, paradójica: es omnipresente y, sin embargo, ha dejado de ser objeto de debate, cuando no de crítica y reflexión, como pudo haber sido en otros tiempos. Se acepta hasta tal punto que ya no hay necesidad de hablar de ella. Su ausencia en el debate público es quizá su triunfo, pero ¿no es más bien una carencia que debería interpelarnos?
Mientras en la década de 1960 Fidel Castro adquiría la estatura mundial de un gigante, la condena de la publicidad estaba en pleno apogeo. El contexto intelectual estaba caracterizado por el interés en el libro de Herbert Marcuse El hombre unidimensional (publicado en España en 1968) y por la crítica de La sociedad de consumo (título de un libro de Jean Baudrillard, publicado por Plaza & Janés en 1974), o de La sociedad del espectáculo (el ensayo de Guy Debord de 1967), así como por el formidable éxito de Roland Barthes (sus Mitologías datan de 1957, y El sistema de la moda y otros escritos, de 1967). La publicidad se presentaba como el instrumento decisivo de la dominación capitalista, y de la alienación que provocaba mediante la manipulación de las necesidades. La protesta era en gran medida política, de izquierda y de extrema izquierda, a veces libertaria, más a menudo marxista; modelada por intelectuales, estaba en parte ligada a reivindicaciones culturales, del tipo de las que el Mayo del 68 sacó a la luz: “La brecha” de la que hablaron en el calor del momento Edgar Morin, Claude Lefort y Cornelius Castoriadis (Mayo del 68. La brecha, ed. Nueva Visión, 2009). Y en respuesta, el mundo profesional e ideológico del marketing y la publicidad no se quedó callado y defendió sus actividades. El debate era animado.
¿Y hoy? Nos fascina o nos aterra la influencia de las empresas del sector digital, las GAFA [Google, Apple, Facebook, Amazon] de principios de la década de 2000, y tantas otras posteriores. Instituciones nacionales, europeas, asociaciones como el Instituto de Derechos Fundamentales Digitales (IDFRights), presidido por Jean-Marie Cavada; el Instituto Hermes en España, y próximamente una iniciativa similar en Italia, pretenden regular el espacio global de potencia y poderío, militar y civil, generado por la inteligencia artificial y otras tecnologías digitales. Son innumerables las publicaciones que alimentan el debate, basándose, principalmente, en investigaciones y estudios rigurosos, pero también en afirmaciones adulteradas. De ello se desprende que la tecnología digital permite una fantástica modernización de la vida colectiva. Pero, aunque pueda parecer emancipadora, en muchos aspectos dibuja o reconfigura diversas formas de dominación y control, tanto estatales como privadas, hasta el punto de amenazar la democracia y, para algunos pensadores, la civilización misma.
MICHEL WIEVIORKA